Iván Carabaño Aguado / Pediatra

La vida, dicen, es un eterno retorno. Yo creo que todos los padres de mi generación recordamos con nostalgia el camino que iba de casa al colegio, y del colegio a casa. Era un camino que hacíamos con el llamado “coche de San Fernando”: ya sabes, el de los pies andando. En mi caso, el periplo era muy breve. Cinco o seis minutos me separaban de El Salvador, que es como se llamaba mi cole, denominación que aún hoy se mantiene.

El paseíto a mí me venía bien, especialmente durante los meses de otoño e invierno, pues el frío (por aquel entonces no existía el cambio climático) vaya usted a saber por qué me entonaba, me espabilaba, me venía de perlas. Aquellos garbeos matinales eran para mí una antesala del aprendizaje, un aperitivo antes del trabajo, una disculpa para hacer una cosa que ya no se hace: perder un poco el tiempo. Años más tarde pude comprobar cómo los directivos de algún que otro hospital donde trabajé, léase el Hospital Rey Juan Carlos, se atizaban una carrerita antes de ponerse a trabajar, antes de comenzar el día, antes de la zozobra de las reuniones y los consejos de administración.

Dirán ustedes que a santo de qué le explico estas cosas. Muy sencillo. Verá: uno de mis compañeros de la Asociación Española de Pediatría, preocupados como estamos con las altas cifras de sobrepeso y obesidad de los herederos del planeta, ha tenido a bien hacer propaganda de las bondades que supone ir al colegio dando un paseo. Y es que las tiene: en primer lugar, porque caminar es una espléndida manera de hacer deporte. En segundo lugar, porque nos va a servir a la vez para quemar un poco de energía (no les digo nada si se hace “a paso ligero”) y para liberar tensiones acumuladas. Tercero: andar no contamina. Miento: puede derivar en la aparición de contaminación acústica. Por cierto, bendita la contaminación sonora de la chavalada, que sirve para “hacer barrio” de una forma especial, igual que antaño las calles se construían con el olor del cocido en la olla, con las conversaciones pícaras, abundantes, deslenguadas, aceradas, certeras de las vecinas. ¿Verdad que es así? ¿A que lo recuerdan? Ahora los vecinos nos hablamos por whatsapp, y la cosa no tiene tanta gracia. Cuarto: el paseíto le viene de perlas a la columna vertebral, pues favorece su alineamiento armónico. Quinto: es beneficioso para el sistema cardiovascular. Sexto: en el paseo tenemos una agradable herramienta de socialización. Séptimo: nos permite una exposición solar recortada en el tiempo en unas franjas horarias en las que el astro rey esconde sus dientes. ¡Todo son ventajas!

Pero en la vida siempre hay un pero. La cercanía física entre el hogar y el centro escolar no siempre existe. Además, nuestra existencia frenética y las apreturas laborales nos ahogan de más, hasta el punto de hacer que nuestros coches sean imperativos. Con ello, se van a la porra los zapatos, la contemplación despaciosa de los árboles y el cuchicheo sobre los deberes con los compañeros de clase.¿Qué podemos hacer ante eso? Yo creo que, al menos, hay que intentarlo. Si no se puede, no se puede. Pero si se puede, habrá que pelearlo. Dar un paseo nos permite, y eso no lo dije antes, levantar los ojos de las pantallas y ver cosas tan maravillosamente exóticas como un árbol o el amanecer. Créanme: los cielos de Madrid son más bonitos en realidad que vistos a través de youtube.

Más allá del paseíto, podemos hacer otras cosas que son salud pero que no necesitan la mediación de una bata, ni la prescripción de un fármaco. Entre ellas, la más importante es, y permítanme el vulgarismo: currarse los medios tiempos. Esto es: planificar debidamente la alimentación de media mañana, así como la merienda. Roten, varíen, recurran a alimentos saludables. No caigan en la deriva del producto azucarado masticable o bebible. Al menos dos o tres días a la semana, pueden meter en las mochilas fruta de temporada, entera y verdadera, con su fibra, sus vitaminas y sus minerales. Otro día, pueden recurrir a un lácteo. Lo ideal: un pequeño brick de leche. También pueden tirar de un buen bocata, a ser posible de pan integral, y con un buen embutido dentro. De cuando en cuando, en niños de más de cinco años, tiren de frutos secos en crudo y sin tostar. Si todos nos ponemos las pilas conseguiremos ponerle freno a una de las pandemias del siglo XXI: el sobrepeso, la obesidad.