Para que haya adolescencia, tiene que existir una sociedad que tolere la diferencia. Sino, no hay espacio para ella. Una sociedad tradicional, muy cerrada, donde a cada generación se les pide lo mismo, no concede espacio para la adolescencia. Igual sucede dentro del seno familiar.
La adolescencia va de la mano de cierta posición crítica con respecto a la tradición y a los valores imperantes. El adolescente juega a que la tradición no sirve para nada.
La adolescencia nace cuando se quiere demoler algo que media entre el niño y el adulto. No nace esta etapa por casualidad, tiene un sentido, que es poner en cuestión. Es un espacio intra e intergeneracional que juega a demoler todo.
En un hogar donde no hay espacio para pensar o sentir en contra de la tradición, no cabe adolescencia. Uno de los rasgos del adolescente es no hacerse cargo, desresponsabilizarse de esa tradición.
Es un error estigmatizar la adolescencia o psicopatologizarla, como un error idealizarla. Es una etapa que cumple su función. Entra en juego el avance social a través de la mutación, es decir, los valores tradicionales dejan de ser referencia, que haya un cambio, se pierda el miedo y la idealización del prestigio de la autoridad. Es un paso para desidentificarse y elaborar lo propio.
El adolescente no quiere ser comprendido, quiere descolocar al adulto. Porque ser comprendido es ser transparente y desea estar seguro que sus padres no saben todo de él, que no tienen acceso a su intimidad. Desconcertar a los padres es asegurarse que desconocen de él.
Hay temor al fracaso, a la mediocridad, a perder su dimensión creativa, a no crear algo diferente, a convertirse en otro más como los que ya existen.
El sueño es crecer en todos los sentidos. Batman, el superhéroe, decía, no es ser un adulto, consiste en ser un grande.
El adolescente descubre que quien él creía grande es sólo el más viejo. Se siente estafado en la promesa de “cuando seas grande”, creía que ello vendría de forma automática acompañado con el añadido del esplendor. Esto es una catástrofe y tiene que hacer duelo.
Salir de la zona de confort hacia la adultez puede significar repetir lo que no se desea, hacer lo que hacen los viejos.
Surge el abismo, para evitarlo se ralentiza el momento de salida, adoptando una vida más actuada que con sentido. Aparece una vida pasotista, un poco de droga, de cerveza, alguna trasgresión social más o menos escandalosa. Se queda un rato en la revolución, con el discurso bucle de ¿y para qué?, todo es cuestionado.
Duda de ir por la grandeza, atemoriza el salto a la juventud.
Curiosamente, la adolescencia se ha hecho contagiosa, porque actualmente los viejos tampoco quieren ser viejos ni ocupar el valor de la mediocridad, quieren desmarcarse de sus valores como padres y transformarse en colegas, tener experiencias personales con sus hijos y no desde el codificado lugar de padre o madre.
Esta inversión social es una referencia que distorsiona la visión del adolescente, no tiene con quién transgredir, se le concede derecho a su irresponsabilidad desde el momento en que la familia abdica porque los padres desean mimetizarse y no aceptar la ingrata posición de ser, durante una etapa, la referencia negativa.
La adolescencia es una etapa que necesita ser acompañada por los adultos, sin violencia ni autoritarismos pero sí con límites precisos, entendiendo la necesidad de atravesar el proceso adolescente. Consintiendo la revolución, la marca propia que se está gestando.
Para el adolescente es importante que la familia pueda sostener esto.
Entendamos la adolescencia como un espacio que pone en movimiento la historia de la humanidad a través de sueños de diferencia que marcan los puntos de inflexión para sociedades nuevas.
Una sociedad en movimiento gracias al del deseo de ser grande, imposible sin la etapa adolescente, aceptando que en cada adolescente habita el sueño de los superhéroes, necesario para cambiar el mundo e impulsar la humanidad.