Francisco Javier Morales Hervás / Doctor en Historia

Cánovas del Castillo estableció la distinción entre los partidos políticos que estaban dentro o fuera del sistema, en función de si aceptaban o no la monarquía restaurada. Esto con­dujo a la inacción a partidos que entonces estaban en franco deterioro como los carlistas y los republicanos. El gobierno de Sagasta (1881) devolvió la legali­dad a los partidos de la oposición carlista y republicana y permitió que volvieran a publicarse algunos de sus periódicos suprimidos.

El sistema de la Restauración consagró el centralismo en su Constitución con medidas como la abolición de los fueros vasconavarros tras la victoria frente al carlismo. El sistema político de la Restauración se benefició de la debilidad de la oposición, compuesta por un heterogéneo grupo de formaciones.

Los movimientos antidinásticos

– Los carlistas. Tras su derrota militar en 1876 cambiaron su estrategia: se presentan como la única fuerza política defensora de la unidad religiosa, frente a la libertad de cultos recogida en la Constitución de 1876. Aunque Ramón Cabrera reconocerá a Alfonso XII, el sector carlista más integrista crea en 1888 el Partido Católico Nacional, liderado por Ramón Nocedal, caracterizado por su antiliberalismo y la defensa de la tradición y de la religión católica.

– Los republicanos. estaban muy desunidos tras la experiencia del Sexenio democrático. Castelar lideraba el Partido Republicano Posibilista, el más moderado, que colaborará con el par­tido de Sagasta. El Partido Republicano Progresista, de Ruiz Zorrilla y Salmerón, mantuvo el republicanismo más radical, que pretendía cambiar el régimen mediante acciones subversivas. Pi y Margall lideró el Partido Republicano Federal, que tenía gran influencia entre las clases medias y los traba­jadores urbanos, y aspiraba a una república federal; fue el único que se mantuvo unido hasta 1931. La representación republicana en las Cortes fue escasa, pues el máximo número de diputados que llegaron a obtener fue de 47 en 1893, sobre un total de unos 400.

El movimiento obrero.

La Restauración ilegalizó las organizaciones obreras, aunque la apertura durante los periodos de gobierno del partido liberal permitió la expansión de las asociaciones obreras y su definitiva legalización con la Ley de Asociaciones (1887). En España se dieron las dos tendencias del movimiento obrero: la anarquista y la socialista.

Los anarquistas se organizaron en la Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE) en 1887. Tuvieron una importante implantación entre los jornaleros andaluces y los obreros catalanes. La continua represión del movimiento obrero favoreció que un sector del anarquismo optara por la “acción directa”, realizando atentados terroristas contra los pilares del sistema capitalista. Ejemplos significativos fueron la bomba en el Liceo de Barcelona (1893) y el asesinato de Cánovas (1897).

El socialismo se limitaba en 1874 a unos reducidos núcleos de seguidores de las ideas de Marx. Los núcleos obreros madrileños de orientación marxista, encabezados por Pablo Iglesias, fundaron en 1879 el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), legalizado en 1881. El PSOE, partidario de la revolución social, tenía su mayor implantación en Madrid, Vizcaya y Asturias. La crisis económica de 1887, que provocó el cierre de fábricas y el in­cremento del paro, llevó al PSOE a crear una organización sindical. El resultado fue la fundación en 1888 de la Unión General de Trabajadores (UGT), cuyo fin era la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, y los medios para obtener sus reivindicaciones serán la negociación, las demandas al poder político y la huelga.

Los movimientos nacionalistas

Al consagrar el sistema de la Restauración el centralismo en su Constitución, se fomentó el desarrollo de movimientos nacionalistas o “regionalismos periféricos”, que, en un principio, tuvieron objetivos moderados, como la creación de ins­tituciones propias o la consecución de la autonomía administrativa, pero, con el tiempo, se radicalizaron reclamando la independencia de sus territorios, a los que consideraban auténticas naciones.

En Cataluña, se fundó la Unió Catalanista (1891), para intentar unificar todas las tendencias en torno a la conservadora burguesía nacionalista. De esta forma, se unieron el Centre Catalá y la Lliga de Catalunya. La Unió Catalanista elaboró las Bases de Manresa (1892), que recogían el primer programa explícito de catalanismo e incluía un proyecto de Estatuto de Autonomía de carácter conservador y tradicionalista. Sin embargo, hasta 1901 no se formó el primer gran partido catalanista, la Lliga Regionalista, liderado por Prat de la Riba y Cambó.

El nacionalismo vasco surgió para intentar recuperar los fueros perdidos. Su impulsor, Sabino Arana, definirá un nacionalismo tradicionalista, integrista católico y contrario a la indus­trialización, al liberalismo, al socialismo y a España. En 1895 fundó el Partido Nacionalista Vasco con una declaración antiespañola y con la voluntad de restaurar las leyes tradicionales. Con el tiempo apareció una corriente más radical, defensora a ultranza de la independencia, y otra que buscaba como objetivo más viable y práctico la autonomía dentro del Estado español.

El nacionalismo gallego no logró construir una fuerza política galleguista homogénea. Los pensadores nacionalistas (Manuel Murguía, Alfredo Brañas) no pretendían alcanzar un Estado inde­pendiente, sino un modelo jurídico-político de descentralización designado con el término de autonomía.

El regionalismo andaluz comenzó con los movimientos cantonalistas de 1873, pero no se consolidó en un partido anda­lucista burgués, posiblemente por la vinculación de la burguesía andaluza con el poder central y por la deriva del movimiento obrero anda­luz hacia el anarquismo, contrario a todo pacto con la burguesía. Su principal teórico fue Blas Infante.

Imagen superior: Antonio Cánovas del Castillo. Wikipedia