Tiene Vd. hecho testamento?
– Yo sí, señora.
– ¿Y no le da “yuyu” haberlo hecho?
– Ninguno.
– ¿Tengo necesariamente que ir al notario? Es que no me apetece.
– No es imprescindible, pero es muy conveniente. Yo fui y salí contento de la Notaría. Pero si lo deja Vd. escrito de su puño y letra, sin sello notarial, podría valer…, sin embargo, sólo “podría”… ahí lo dejo. Asegúrese, eso sí, que no se le traspapela en el armario de los documentos.
– O sea, que me tengo que dejar los cuartos en el notario.
– No es que “tenga que”, es que conviene. Así se lo aconsejo, pues se hace una sóla vez y es para siempre y bastante más barato de lo que Vd. cree. Pague unos sesenta euros y salga tranquila para los restos.
– ¡Pero si soy persona normal y corriente! Tengo esposo y tres hijos, el piso que compramos, una viña mía (heredada) y algunos ahorrillos en la libreta.
– Razón de más.
– No entiendo, a ver…, si no testo…, ¿no irá todo del uno para el otro, lo mío para mi marido y lo de mi marido para mí?
– En absoluto, señora. Su viudo, y ojalá tarde muchos años en ocurrir, se quedará poquita cosa, salvo que Vd. le diga lo contrario al notario.
– Explíquese, por favor.
– Mire: si muere Vd. sin haber testado, su viudo recibirá solamente el derecho de usar un tercio de la viña que Vd. había heredado y…
– ¿Sólo cien vides de las trescientas que tiene?
– No, no…, deje que me explique, por favor.
– Perdone.
– Su viudo se quedaría con el usufructo de solamente un tercio del total de los bienes que Vd., señora, tenga al fallecer. Es un tercio ideal, jurídico. No es una vid concreta de cada tres que haya.
– ¿Y el piso que compramos entre los dos? ¡Es tanto suyo como mío!
– Mire: de ese piso, la mitad es de su marido ya, ahora mismo. Lo era y lo es antes de que fallezca Vd. Por eso tal mitad no es parte de su herencia de Vd., pues ya era del marido desde que lo escrituraron. Así pues, su marido, al fallecer Ud., se llevará el usufructo de un tercio “jurídico” de lo que sí es herencia; esto es, de la otra mitad del piso.
– Ya caigo; o sea, se llevaría su mitad y, de la otra mitad, el derecho a usufructuar un tercio.
– Exacto.
– ¿Y qué es exactamente usufructuar un piso? No lo tengo muy claro.
– Pues es el derecho de usarlo y, si su viudo quiere, de alquilarlo. Exactamente igual que para la viña.
– Y ese reparto, ¿lo puedo alterar yo, si quiero?
– Naturalmente. Vaya al notario que sea de su confianza y coménteselo. Lo ordinario es hacer un testamento “de equidad”. Consiste en que todo va para los hijos, que son los herederos. Pero, ojo, todos ellos tienen que esperar. Hasta que los dos padres no hayan fallecido no adquirirán la plena propiedad. Mientras un progenitor siga vivo, este viudo tiene el usufructo de todo… ¡no sólo de un tercio!
– O sea, que mis hijos serían los propietarios del piso y de la viña, pero no podrían usarlos sin permiso del padre, de mi viudo.
– Exacto. Además, su viudo podría alquilarlos sin permiso de sus hijos, y la renta sería para él mismo, para el viudo.
– ¿Y el dinero de las libretas?
– En teoría, los intereses que generaran en el banco serían también para el viudo.
– ¿Y esto desde cuándo es así?
– ¡Pufff! Desde hace siglos.
– ¿Tiene que ver con el Antiguo y Nuevo Testamento?
– En absoluto. Eso es una confusión etimológica. El testamento -documento notarial- procede de “testari”, misma raíz que “testigo”. Pero los bíblicos nombres de “Antiguo y Nuevo Testamento” son un error tontorrón. Los textos hebreos primeramente pasaron por Grecia, donde fueron llamados “diathequé”, que quiere decir “acuerdo” o “convenio”…, el del pueblo elegido con Yahvé. Al llegar a Roma fueron mal traducidos y se quedaron como “voluntad” de Jesucristo.
– ¡Caramba!