Angelo Roncalli (1881-1963), conocido como Juan XXIII, disfrutó de una admiración prácticamente unánime, con las pocas excepciones de los integristas que lo consideraron un hereje. Ha pasado a la historia por convocar el Vaticano II, un concilio para hacer una puesta a punto general de la Iglesia. Si Pío IX proclamó que el liberalismo era pecado, Juan XXIII reconcilió a la Iglesia con el mundo moderno. En adelante, la misa dejó de celebrarse en latín, se puso énfasis en que el buen católico no debía limitarse a asistir a misa, sino vivir activamente su fe y se pronunció acerca de la justicia social y de la búsqueda de la paz cuando la crisis de los misiles, en 1962, puso al planeta al borde de un holocausto atómico.

Son numerosas las anécdotas en las que demuestra su sentido del humor, con un punto de socarronería. La que exhibió, por ejemplo, cuando un periodista le preguntó cuánta gente trabajaba en el Vaticano. “Más o menos la mitad”, fue su respuesta.

En otra ocasión, cuando visitó en Roma el Hospital del Espíritu Santo, la monja que lo dirigía se presentó ante el pontífice diciendo: “Santo Padre, soy la superiora del Espíritu Santo”. Él reaccionó con una broma que se hizo célebre: “Es usted muy afortunada. Yo solo soy el vicario de Cristo”.